El culto a la vida, si de verdad es profundo y total,
es también culto a la muerte.
Octavio Paz, “Todos Santos. Día de Muertos”,
El laberinto de la soledad (1954)
La tradición de la muerte
El culto a la muerte ha estado presente en toda la historia de la humanidad. Existen evidencias de que ya en el Paleolítico (hace aproximadamente 2.6 millones de años) se creía que los muertos permanecían interesados en los asuntos de sus familias y cercanos a la realidad de sus comunidades. Por ello se les enterraba debajo de las casas, en posiciones particulares y con orientaciones específicas.
Para los egipcios de la Antigüedad clásica (5,000-340 a.C.), la conservación de los cuerpos era condición indispensable para garantizar la vida eterna. Los muertos tenían una existencia activa en el más allá, y era preciso que contaran con las condiciones necesarias para “vivirla” adecuadamente; por eso se les momificaba y dotaba de vestimenta, alimento, bebida y compañía, sacrificándoles animales e incluso servidores capaces de resolver sus requerimientos.
Los romanos compartían la creencia de que, una vez concluido el ciclo vital, sus muertos seguían atentos a lo que ocurría en el mundo terrenal, cuidando y orientando a sus deudos. Quizá por ello acostumbraban darles su última morada a la orilla de calzadas permanentemente transitadas, para permitirles mantenerse en contacto con la vida. Uno de los epitafios que pueden leerse todavía en esas tumbas romanas reza: “Veo y contemplo a todo el que va y viene de la ciudad”.
Los cristianos le dieron una dimensión totalmente nueva a la muerte al convertirla en una circunstancia superable, que no era definitiva ni exigía transmutaciones ni renacimientos: la resurrección permitía recuperar la existencia previa, tener una segunda oportunidad. “Sepan que viene la hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la escuchen vivirán” (Juan 5,25).
En la mayor parte del hemisferio norte, los pueblos eligieron una temporada específica para conmemorar a los muertos y al universo paralelo pero invisible del más allá: hacia principios del otoño, al término de la época de cosecha, cuando el verdor estival empezaba a adquirir tonalidades pardo-rojizas, el clima enfriaba y las noches se hacían cortas. La fiesta que dio origen a lo que hoy conocemos como Halloween (Allhallowtide, de all halig = todos los santos y tide = tiempo; esto es, día de todos los santos) surgió hace unos 3,000 años entre las tribus celtas, como un ritual para despedir a Lugh, Dios del Sol. En la noche del 1 de noviembre los espíritus recorrían la tierra, en su camino a lo desconocido. La costumbre de usar disfraces se impuso entonces, para evadirlos.
Algo muy similar ocurría entre los mesoamericanos: al final del ciclo agrícola del maíz, los mexicas celebraban a los muertos en dos fechas, también a inicios del otoño: el tlaxochimaco u “ofrenda de las flores” y el miccaílhuitl, “gran fiesta de los muertos”. En curiosa concordancia con la diversidad de inframundos concebidos por otras culturas, nuestros antepasados creían en la existencia del Tlalocan (espacio para quienes morían en circunstancias relacionadas con el agua: ahogados, por gota o hidropesía, por la caída de un rayo); el Omeyocan (exclusivo para muertos en combate o mujeres muertas en parto); y el Mictlán, destinado a quienes perecían por muerte natural.
Muerte a la mexicana
Está demás decir que, para los mexicanos, la muerte está en todos lados. Sentimos su presencia en la música (La llorona o Cerró sus ojitos Cleto, del inolvidable Chava Flores); en el cine (Macario, Mictlán, El libro de la vida, de Guillermo del Toro o ¡Que viva México!, idea original de Sergei Eisenstein) y, por supuesto, en la literatura: Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas; la enigmática Aura, de Carlos Fuentes; el emblemático Pedro Páramo de Juan Rulfo, y un larguísimo etcétera.
Efectivamente, a los mexicanos la muerte nos sienta bien. La celebramos, nos divertimos con ella, la enfrentamos con bravuconería, la convertimos en sorna política y en versos ingeniosos. Casi podríamos afirmar que tenemos copyright sobre su imagen, reproducida millones de veces en floridas calaveras y catrinas de elegancia trasnochada. No por nada nuestra celebración del Día de Muertos es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad desde 2008.
A pesar de todo ello, en nuestro fuero interno nos cuesta trabajo lidiar con ella, hablar de ella y sobreponernos a las pérdidas que implica. Es uno de nuestros pretextos preferidos de fiesta pero, paradójicamente, es también un gran tabú.
En un intento de salvaguardarlos del dolor inherente a la pérdida de un ser querido, a las niñas y niños les decimos que quien muere “se quedó dormido”, “nos ve desde el cielo”, “está esperándonos”, “se convirtió en nuestro ángel protector”. Por desgracia, estas no son las mejores herramientas para ayudarles a lidiar con la situación, porque obstaculizan el duelo y la integración de la experiencia.
Los más pequeños también se enfrentan a la pérdida
De acuerdo con investigaciones de expertos en psicología y desarrollo infantil,[1] entre los 3 y 4 años los niños no comprenden el concepto de la muerte y suelen confundirla con el acto de dormir; entre los 4 y los 7, consideran que es un hecho temporal y reversible, y que la persona muerta conserva algunas funciones biológicas (siente hambre, sed…). Entre los 5 y 10 años comprenden, finalmente, que es un acto definitivo, que no se puede cambiar.
En cualquiera de esas etapas, el manejo inadecuado de la información y del acompañamiento puede ocasionar toda clase de problemas. Los chicos podrían comenzar a interesarse por los juegos violentos, tener pesadillas, sufrir regresiones a fases previas del desarrollo (dificultad para controlar esfínteres o volver a chuparse el dedo, por ejemplo) o plantearse dudas capaces de afectar su estado emocional (¿yo causé la muerte?, ¿me pasará lo mismo a mí?)
Como docentes y padres de familia hay mucho que podemos hacer para paliar estas situaciones. Aquí algunas pautas para lograrlo:
Introducir el tema de la muerte de manera natural, aprovechando eventos cercanos (la muerte de una mascota, por ejemplo) para explicar que todos morimos, que es un fenómeno natural, parte de la vida.
Estimular las expresiones creativas: motivarlos a plasmar sus sentimientos y emociones en un dibujo, un poema…
No mentirles ni usar eufemismos para abordar el tema.
Considerar con cautela la edad y el desarrollo cognitivo del niño: ¿qué necesita saber?, ¿qué puede asimilar en este momento?
Permitir y estimular su participación en los rituales relativos a la muerte, como ceremonias fúnebres, entierros, rezos…
Explicarles que la pérdida es real y nos mueve emocionalmente; esto es, dejarles saber que sentirse tristes o llorar está bien y, en ocasiones, incluso es deseable.
Acompañarlos y ofrecerles apoyo, pero permitiendo que vivan el duelo y lo digieran a su ritmo, sin quitarles la oportunidad de maduración psicológica y emocional que conlleva este tipo de eventos.
Como tantos otros fenómenos de la vida, nuestra concepción de la muerte es siempre particular y está basada en las experiencias que vamos teniendo en torno a ella. Es importante, por ello, analizarla objetivamente, conscientes de que es –junto con el nacimiento– la única realidad que compartimos todos los seres vivos.
Por lo pronto, estimado lector, estimada lectora, lo invitamos a disfrutar del Día de Muertos, y a repetir como un mantra los versos del poema Del mito de Jaime Sabines:
Alguien me habló todos los días de mi vida
al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: ¡vive, vive, vive!
Era la muerte.
Referencias
[1] Maialen Gorosabel-Odriozola, Ana León Mejía. “La muerte en educación infantil: algunas líneas básicas de actuación para centros escolares”, en Psicología Educativa, vol. 22-2 (diciembre 2016), pp. 103-111, Colegio de Psicólogos Educativos de Madrid.
Fuente original: redmagisterial.com.